Por: Madeline Paz Reyes
Caminar y respirar salado y azul es para los puertopadrenses una cotidianeidad; para los ausentes es más que un anhelo. Lejos del terruño muchos ansían el volver, llenarse el pecho de las cosas que parecían insignificantes, fútiles.
La gente que abre paso cada mañana le saluda sin importar “buenos modales” y a viva voz pregunta por la salud o la familia, cualquiera saca una carcajada cuando el piropo que dijo te hizo cambiar el día para mejor.
Las calles siempre limpias al amanecer y los pregones adornando el aire, no falta el apurado que choca al transeúnte absorto con alguna nueva instalación o edificación para el bien y con el sacrificio de todos.
Lo que nos hace pequeños y grandes en el mundo es nuestra manera de ser con el prójimo, pues si necesitas algo y no sólo el buen vecino, hasta el desconocido te presta su mano en lo que haga falta. Ese modo alegre de enfrentar hasta la más pesada preocupación y con optimismo salir de las calles estrechas de la vida.
Pasas como todos los días, no adviertes que el malecón resurge de sus años y que la Iglesia está vivificando los salmos de sus paredes, hasta las plantas recién sembradas han encontrado un buen lugar para florecer.
Niños de colores azules, rojos y amarillos te cruzan alborotados por el apuro de su cita con la bandera, los libros, los héroes que nos llevan hasta hoy con su luz y reflejo.
Ya en la faena diaria, los comentarios de lo último que llegó a la bodega, no falta el filósofo que decide el rumbo que debemos seguir para ganar el campeonato de béisbol, o animados con las advertencias del Comandante al imperialismo, así es como se desafía al Bush.
A lo lejos esos ausentes que añoran el beso familiar por estar al lado del deber o aquellos aquejumbrados por las malas angustias que lo despojaron de su natal ciudad, lamentados por la ausencia de esas pequeñas cosas que, en este su Puerto Padre de siempre, siguen entonando su canción de mar, crecen y contra la natural lógica seguirán viviendo.